viernes, 14 de octubre de 2011

Visitando los míticos escenarios del Spaghetti Western en Almería

Olvídense de complicados efectos especiales, de la informática aplicada a los efectos especiales y de los cromas. De las nuevas películas grabadas íntegramente en estudios que reproducen Roma, el espacio, o la quinta Avenida. Olvídense de sofisticadas maquetas y de la postproducción digital. Aquí sólo hay polvo, calor y maleza. Todo es una gran ilusión óptica. Sólo cartón piedra e indios, vaqueros y bailarinas de can-can con acento andaluz. Esto es un pedacito (casposo y destartalado, eso sí) de Hollywood, que desde hace 50 años se ubica en la piel de toro. ¿Cómo un ser curioso por naturaleza como yo no iba a querer conocerlo? Pasen y lean. Esto no es Texas, es Almería, más concretamente su desierto, el plató de cine más grande de España. Texas Hollywood en el desierto templado de Tabernas.




A pesar de haber rememorado aquella misma mañana el célebre baño de Fraga y el embajador americano en España en la preciosa playa de Palomares, la radioactividad de la que las malas lenguas hablaban de la zona parecía no haber hecho efecto aún en mi cuerpo, por lo que sin novedad alguna, tras el baño nos dirigimos en dirección a Almería capital, primero, para luego desplazarnos tan sólo unos 25 kilómetros más hacia el Oeste, hasta encontrar el desvío hacia el pueblo de Tabernas.



Desde Oviedo habíamos planeado minuciosamente nuestro viaje. Ese día visitaríamos Mini-Hollywood, el pueblo del Oeste en el que, en teoría, se habían grabado películas de culto como Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964), La muerte tenía un precio (Sergio Leone, 1965), Hasta que llegó su hora, (Sergio Leone, 1968),o Le llamaban Trinidad (Enzo Barboni, 1970), y un largo etcétera de películas, usualmente coproducciones hispano-italianas, con las que un servidor había crecido pegado a su pantalla amiga. Todas ellas forman parte de ese subgénero llamado Spaghetti Western, en el cual, para reducir costes, se simulaba el desierto norteamericano en las desérticas tierras almerienses. Aun así, no se lleven a equívocos: grandes actores y directores visitaron Almería para rodar muchos bodrios y alguna que otra superproducción. Almería aún rinde culto a John Lennon, el cual residió en la zona en plena efervescencia “beat” para grabar Cómo gané la guerra (Richard Lester, 1967). También son conocidos estos escenarios por ser parte del infinito paisaje que aparece en Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), así como en Los siete magníficos (John Sturges, 1960) y otros muchos clásicos del western, hasta llegar a la elevada cifra de unos 400 títulos grabados hasta la fecha sólo en la provincia de Almería.



Así pues nuestro GPS nos llevó directamente a la entrada de Mini-Hollywood, el cual nos pareció, desde la entrada, más un parque de atracciones que unos viejos escenarios de película, tanto por su aspecto como por la enorme cola de la entrada, integrada básicamente por familias con niños, lo cual nos pareció un poco extraño. ¿Son los escenarios de aquellas películas realmente un sitio para que los pequeños pasen el día jugando y disfrutando?



Escamados, y dándonos cuenta de que esto no era lo que esperábamos, aparcamos nuestra Volkswagen justamente donde se anunciaba (con un cartel bastante oxidado y desgastado) otro lugar de similares características: “Fort Bravo”. Para aumentar nuestro desconcierto, justo enfrente de Mini-Hollywood, en medio del imponente paisaje desértico, parecía hallarse otro tercer escenario. Otro cartel señalaba en otra dirección: “Estudios Sergio Leone”. Imagínense nuestro dilema. ¿A cual de ellos ir? ¿Cuál será aquel en el que se rodó la célebre trilogía del dólar?



Gracias a nuestro móvil con Internet salimos de dudas: Mini-Hollywood es un moderno parque temático enfocado para los más pequeños. Cuenta con espectáculo de papagayos y zoo, además de los supuestos escenarios donde se han grabado “películas”, sin ser especificadas ninguna de ellas. No nos huele demasiado bien esa falta de información y buscamos la web de Sergio Leone Estudios. Nos cuenta que allí se han grabado cintas como Hasta que llegó su hora y Le llamaban Trinidad. De la trilogía del dólar ni palabra. Seguimos investigando con una conexión a Internet por móvil, raquítica y testimonial. Tras una espera de unos diez minutos mirando a la pantallita vemos que el viejo Texas Hollywood de 800 balas (Alex de la Iglesia, 2002) se llama en realidad Fort Bravo. Leemos que es el más antiguo y en el que más películas se han rodado desde que, allá por 1960, fuera creado por un consorcio cinematográfico con capital italiano y norteamericano con el fin de abaratar costes en el, por aquel entonces de moda, género de las películas del Oeste.



La entrada a Fort Bravo se encuentra en una curva bastante peligrosa de la carretera A-92, unos tres kilómetros antes de llegar a la población de Tabernas. El camino hacia la entrada es angosto, casi lunar. A unos tres kilómetros del desvío se encuentra la entrada, y al fondo, el pueblo al estilo del típico far west. De mano destaca el enorme aparcamiento infestado de turismos, en su gran mayoría de alquiler. Las pegatinas en la luna trasera los delatan. Al llegar a la taquilla he de reconocer que la impresión que te llevas cuando el taquillero te apunta con una pistola directamente a la cara para pedirte los 16,50€ de la entrada ha sido para mi una sensación nueva y diferente. Nunca me había apuntado un desconocido con un revolver directamente a la cara para pedirme dinero. El precio puede parecer desmesurado, pero créanme, merece la pena.



En Fort Bravo puedes tocar todo, porque seguramente no lo vas a dejar en peor estado del que ya lo está. No hay vigilantes ni cámaras indiscretas, por lo que nuestra curiosidad natural nos hace intentar abrir y cerrar todas las puertas, encontrando, en la mayoría de los casos, que el edificio que pretendíamos visitar (la barbería, la tienda de armas, o la funeraria) es únicamente su propia fachada tapando un pequeño descampado lleno de basura y maleza que ,a su vez, era la parte de atrás de otro edificio cualquiera. Otro caso muy común era aquel en el que entrabas en un establo y resulta que si abrías una puerta estabas en la cárcel, y si abrías otra más estabas en el hotel. Otra tercera posibilidad era el que hubiera un edificio con cuatro fachadas, es decir, un edificio cuadrado con cuatro puertas, cuatro ventanas pequeñas al lado de la puerta, cuatro primeros pisos, todos ellos diferentes, y cómo no, en el interior un pequeño descampado en el que la maleza posiblemente crezca libremente desde los años 60. Así es Hollywood, amigos.



Todas estas sorpresas cutre-salchicheras proporcionan a la visita un encanto sin igual. Aquí nada parece estar preparado para el turista, aunque se viva de él. Todo es ficción y nada ficticio. No hay nada de adorno para el visitante, los decorados son así, tremendamente desgastados y poco cuidados, sin mantenimiento aparente ninguno, pero dispuestos para rodar ahora mismo si así lo desean. En pantalla al fin y al cabo todo queda bien y el show lleva sin parar desde los años 60, piénsenlo. Ese edificio tan bonito y aparente que aparece en la película del Oeste de la sobremesa posiblemente sea sólo fachada. Solamente fachada. Una ilusión óptica que aquí parece tan evidente que te llegas a sentir estúpido. ¿Cómo con unos escenarios tan chuscos en pantalla esto parece realmente el Oeste americano? La respuesta se encuentra directamente frente a nuestros ojos. Aquí y allí, y más al fondo, la nada. Casi la nada. Esta zona de Almería es un desierto de rocas, gargantas, precipicios, cañones, montañas lamidas y arena. Una zona pobre en recursos, pero rica visualmente hablando. En toda Europa no hay otra zona así, tan parecida al desierto de Nuevo México y Texas. De haber sido en algún sitio a este lado del océano tenía que ser aquí. Y ha sido aquí.



Tras aparcar muy cerca de la “supuesta” mina que aparece en ese homenaje al pueblo de Tabernas y a su actividad cinematográfica que es 800 balas, nos dirigimos al centro de la villa. Tenemos suerte, el espectáculo del medio día será en apenas una hora. Mientras, visitamos el pueblo mexicano, en el que yo, con mi casi metro noventa de altura, parece que estoy en el pueblo de los pitufos. Las puertas tienen más o menos la altura de mis hombros y todo está blanqueado para que quede más aparente ante la cámara. Desde una perspectiva me parece el pueblo del comienzo de El bueno, el feo y el malo. Hace un calor insoportable. Me parece normal que en aquellas películas los actores aparezcan sucios y sudados. Llevo aquí cinco minutos y yo también lo estoy. Compruebo la dureza del cartón piedra. De una patada podría cargarme una casa. Me llama la atención una hilera de supuestas edificaciones cuya construcción está aprovechada hasta el máximo. Cuatro paredes y cuatro puertas y ventanas para cada casa. Según la perspectiva, el mismo pueblo es uno u otro. Al fondo hay un arco que según nos cuentan aparece en Los cuatro magníficos, aunque en realidad no lo recuerdo, y, enfrente, la casa de la pésima Los Dalton contra Lucky Luke (Philippe Haim, 2003), la cual, curiosamente, es la obra más mencionada por los figurantes y guías durante toda nuestra estancia, puede que a causa de que la mayoría de visitantes del estudio fuesen franceses y alemanes, siendo nosotros, los españolitos, al menos aquel día y según nuestras estimaciones, menos de la mitad del público presente.



Sobre nosotros, el público, llama la atención que, pese a la gran cantidad de coches, apenas se vea a gente visitando los decorados. Aquí todo está exactamente igual que lo hemos dejado al final de 800 balas, pero no me creo que esto sea un negocio cerca de la bancarrota. En el aparcamiento hay unos doscientos coches, por lo que, más o menos a tres personas por coche, hacen unas seiscientas personas, por lo que pensamos que el negocio sigue yendo viento en popa, a pesar de que ya son muy pocas las películas que se ruedan en la zona.



El misterio acerca de dónde está la gente se disipa cuando comprobamos que en todo el recinto hay un saloon ambientado en el antiguo Oeste —se puede ver, tal y como se conserva hoy día, en la inefable Aquí viene Condemor, el pecador de la Pradera (Álvaro Sáez de Heredia, 1996), además de aparecer varias veces en la trilogía del dólar y más recientemente también en 800 balas—, además de un moderno restaurante “escondido” tras los decorados de la zona americana y que en esos momentos, justo a las dos de la tarde, está a rebosar. La existencia de estos dos establecimientos hosteleros, ambos con gran afluencia de público, corrobora que el negocio sigue yendo viento en popa además de comprobar una vez más que es totalmente cierto eso que dice un buen amigo mío de que “en España, en todos los sitios, por raros que sean, siempre hay un bar”. Tomamos una caña a buen precio y seguimos paseando por los decorados. Nos fotografíamos en la horca, situada en un cadalso de dudosa estabilidad y nos disponemos seguidamente a ver el espectáculo. Un espectáculo pretendidamente humorístico y de dudosa calidad, el cual ofrece una trama simple: el sheriff y su ayudante van a hacer un depósito de oro al banco, unos forasteros ven la jugada, asaltan el banco y se hacen con el botín. Seguidamente el sheriff pone paz arrastrando atados a un caballo y lanzando de un balcón a los malhechores. Los disparos suenan a pistola de juguete y los golpes y arrastres se ven bastante falsos. Me llama la atención lo rústico que es todo, ya que, lejos de haber un sofisticado sistema de seguridad para que el forajido caiga en un mullido colchón, veo cómo el truco para el salto de un balcón de altura hacia el suelo es un desvencijado trampolín que va a dar a un montón de alpacas de paja cubiertas de una sucia lona. El espectáculo es realmente pésimo, con continuas alusiones a Chiquito de la Calzada y a anuncios de la televisión actuales, pero entretiene casi cuarenta y cinco minutos. Luego nos damos una vuelta en carreta, incluida en el precio. Las dos pobres mulas tienen problemas al subir las pequeñas cuestas del decorado. El simpático figurante nos dice que llevan todo el día haciendo el trayecto y que están cansadas. No son más de las cuatro de la tarde, pobres animales, pienso, pero esto es un negocio y con todo lo que calculo que pueden recaudar en un día podrían tener varias mulas tratadas a cuerpo de rey para ir rotando en su viaje a los turistas que, como yo, quieren verlo todo rápido y bien, y mejor aún sin cansarme. Pese a ver estos decorados, pienso por un momento en Wall-E (Andrew Stanton, 2008), y en todos aquellos humanos orondos que sólo se desplazan en carretillas para no cansarse. En parte somos así. El paseo es bastante lento y da una sensación de decadencia que me encanta. A lo lejos vemos paisajes conocidos de a saber qué películas. Uno de ellos, quizá el mejor, el típico en el que el bueno se va del pueblo por un camino que lleva a las montañas, parece estropeado por una torre de alta tensión que, a buen seguro, han de evitar las cámaras que allí rueden. Ciertamente todo Texas Hollywood parece viejo y abandonado, como si hiciera mucho tiempo que nadie rueda allí. Todas las fotos del saloon son de películas de los años 80 y 90. En la actualidad parecen más preocupados de seguir con las visitas de los turistas. No olvidemos que tienen un precio de 16,50€. Vemos también cómo se está construyendo una piscina y unos pequeños bungalows. Todo parece enfocado al turismo y no al rodaje. Quizá los tiempos mejores hayan pasado. Quizá 800 balas (Alex de la Iglesia, 2002), grabada en este mismo escenario, sea una clara fotografía de la situación actual.



Antes de irnos nos tomamos otra caña, para olvidar que estamos casi a 40 grados y así recuperar fuerzas para visitar el decorado que le da nombre al lugar, Fort Bravo, la fortaleza del ejército de caballería preparada para resistir los ataques de los indios. A simple vista impone, pero luego, a medida que nos acercamos se va volviendo cada vez más pequeña y más como de mentira. Una vez dentro de ella parece de juguete. Dentro todo está como a medio hacer o a deshacer, en realidad hemos caminado hacia ella para ver poca cosa, unos cuantos tablones y más cartón piedra.Después otra caminata hacia los “tippis” indios y nueva decepción. Son simples lonas pintadas con spray. Dentro de ellas no hay absolutamente nada, solo un nauseabundo olor que nos hace plantearnos qué hace esta gente con todo el dinero de las entradas y los rodajes. Aquí todo es de mentira y parece de la peor calidad. Ciertamente ahí reside gran parte del encanto de la visita. No nos llevamos ningún souvenir por tener unos precios bastante altos. Así como tampoco nos hacemos ninguna foto oficial con los disfraces que la organización pone a disposición de los turistas. Una fotografía son 7€. El software que las transforma en sepia está basado en Windows 95, y los disfraces tampoco son nada del otro mundo. Eso sí, hemos fotografiado cada detalle del lugar con nuestra cámara, para luego poder compararlo con los escenarios de viejas películas. Tras unas tres horas en el lugar abandonamos “Texas Hollywood”, dejando tras de nosotros una nube de polvo que hace que la visión de los escenarios parezca realmente la de nuestra huída de un pueblo del Oeste tras asaltar el banco. Decadente, destartalado y sucio, pero interesante. Pese a todo, nos vamos satisfechos mientras ya barrunto escribir un artículo, este artículo, sobre lo vivido.



Antes de llegar a la carretera general, mientras todavía sufrimos los baches que nunca llegan a ser charcos, mi señora y yo volvemos a hacerlo. Nuestros viajes suelen ser una buena mezcla entre lugares turísticos convencionales y otro tipo de lugares pretendidamente más freaks. Sobre este en concreto, antes de llegar a la carretera general ya hemos prometido volver en cuanto podamos. Volver al Oeste en nuestra Volskwagen-carromato.




(Artículo aparecido originalmente el 3 de Octubre de 2011 en la revista de la Asociación de Escritores de Asturias, LITERARIAS)







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